La soledad en el murmullo de la ciudad,
en el reloj perpetuado al vértice de la televisión
todo el santo día prendida
de los geriátricos.
En el cielo del invierno,
en la certeza viva de la muerte
que tiene un tipo cualquiera
que acaba de tener un hijo.
La soledad pudriéndose al sol
como un perro atropellado
por avenida Avellaneda,
en los chancletazos madrugadores del que tose,
en la fotosíntesis,
corriendo por ambos hemisferios.
La soledad en la palma de una mano
que aplaude en el cine,
en la voz del quiosquero,
en el fuego que te convidan
en la parada de bondi.
La soledad del cadalso,
del disco escuchado un millón de veces,
en cada cenicero,
en cada descanso.
La soledad que sale de la canilla que
se abre para tomar un vaso de agua,
a la mañana,
como existir nomás.